En la noche, cuando estábamos más desprotegidos, le pedíamos un favor al dios de la noche. Obviamente, no se lo podía pedir al dios del día, un dios que en esos momentos ni siquiera estaba presente. Por lo tanto, la importancia de esos dioses no quiere decir que fuéramos satánicos, como se podría pensar en esta época, sino que las cosas que ahora aceptamos por ser malvados y malignos eran en ese tiempo cosas buenas—cosas que mas nos protegían durante la vida. La noche, la muerte, la oscuridad, los poderes de la noche, y los animales. Eran ellos que regían la bondad de esos lugares tan peligrosos.
La Matlacihua, consecuentemente, era parecida a una mamá grande—una madre de todos. Junto a ella, existía La Huehuetsimeme, lo que quiere decir la abuela demonio. Sin embargo, no era un demonio, sino un ser que castigaba. Y La abuela Huehuetsimeme, en su turno, tenía otros ayudantes que eran mujeres descarnadas. Según las leyendas, eran mujeres muertas de cuerpo completo pero con la quijada de puro hueso sin carne. Salían representadas en los códices con tocados hermosos y pechos descubiertos—verdaderas bellas imágenes. Eran súbditos que obedecían los ordenes de la Matlacihua y la abuela demonio—las madres superiores.
En México, los hombres tenían la reputación de consumir bastante alcohol y muy seguido andaban borrachos. Esto hacía que las madres se enojaran y que a sus hijos les mandaran a la casa a compartir con sus familias—con sus esposas y sus hijos. La Mictlantecihuatl, siendo la mamá más grande de todas, era la que se enojaba más que ninguna. Por lo tanto, era ella la que conducía a los hombres ebrios a las espinas y a los lodos. Era una forma de castigarlos por no estar en sus casas con sus mamás y sus esposas.
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